jueves, 4 de febrero de 2010

La Marcha del Silencio


A mí, al contrario de mucha gente, me encantan los días domingos. Es un día especial para reflexionar acerca de nuestra manera de vivir aferrados a costumbres y comportamientos rutinarios.
Digo esto porque quiero contarles lo que me pasó hace poco, un domingo a la mañana. Salí de casa temprano, a eso de las seis. Mi mujer, como de costumbre, ni se enteró, arropada como estaba en la cálida cama.
Me fui a caminar por las calles desiertas del barrio y a disfrutar de una mañana espléndida. Anduve al azar por una y otra calle hasta que incursioné por una que siempre me gustó especialmente, sobre todo por las añejas arboledas que la flanquean. A poco de andar por ahí, me pareció ver un movimiento extraño en el horizonte, como si hubiese algún grupo de personas. Por supuesto, me sentí sumamente intrigado. A esa hora, un día domingo, era muy raro ver a más de dos personas por la calle. Se me ocurrió que podían ser muchachos que volvían de una prolongada fiesta sabatina, pero algo me decía que se trataba de otra cosa.
No tardaron en acrecentarse mis sospechas. A medida que avanzaba, se hacía más sólida esa impresión. No fue mucho el tiempo que me llevó suponer que se trataba de una multitud, sobre todo porque, me pareció, llevaban grandes letreros.
No podía sino pensarse que aquello era algo completamente excepcional. Mi ansiedad era creciente a cada paso. Parecía evidente que se trataba de una verdadera manifestación de cientos de personas, quizá miles. Ya podía ver con claridad los enormes letreros que exhibían sobre sus cabezas los que encabezaban la marcha, aunque no alcanzaba a distinguir las letras. Un domingo a la mañana, cuando la noche todavía no ha terminado de irse, y en un barrio suburbano, donde no hay edificios públicos, ni terminales de ómnibus, ni de ferrocarriles, que tanta gente se agrupara en una manifestación, era realmente un cuadro surrealista pintado por mi destino de caminante solitario.
Apuré un poco el paso, extrañado de que no me viniera ningún rumor desde la muchedumbre. Cuando estuve un poco más cerca, pude ver con toda claridad lo que decía el letrero más grande: “Basta de ruido en las cabezas”. Aquello era un disparate y fue lo primero que pensé. Pero entonces ya estaba en condiciones de percibir que la muchedumbre aquella era muchísimo mayor de lo que hubiera imaginado, incluso en mis cálculos más febriles.
Eso me hizo redoblar el paso. “Guerra a lo conocido”, decía otro cartel. No se escuchaba ni el más mínimo rumor, mucho menos un grito. La situación era intrigante por demás. ¿Quiénes eran todas aquellas personas? “Tú eres Dios y yo soy Dios”, rezaba otro letrero. Eran miles y miles y miles, pero casi no hacían ruido. Hablaban unos con otros, en algunos casos, pero en voz inusitadamente baja. Los demás marchaban en silencio. Mientras yo los observaba junto a un árbol, ellos pasaban, así, lentamente, en un desfile sin pausa.
Me fui hasta un teléfono público cercano y llamé a mi mujer para contarle lo que pasaba y decirle que se levantase a ver aquella manifestación increíble.
Cuando finalmente mi mujer atendió el teléfono, le conté todo lo que estaba pasando y le dije que se levantase a ver. “Bueno, bueno”, me contestó sin mucho entusiasmo, obviamente con ganas de meterse otra vez en la cama.
“La rutina es lo que te mata”, decía otro letrero. Miré a mi alrededor para ver si la gente se asomaba por las ventanas a observar lo que pasaba, pero no vi absolutamente a ningún vecino por ninguna parte. “Si por lo menos hicieran un poco de ruido”, pensé.
La muchedumbre no terminaba nunca de pasar. En un momento dado, me senté en la vereda para anotar lo que decían aquellos insólitos carteles. Por suerte, en uno de mis bolsillos llevaba papel y lápiz. Pero tan sorpresivamente como apareció, la multitud abandonó la escena y me quedé otra vez mirando las calles vacías.
¿Qué había sido todo aquello? Todavía hoy me lo pregunto. Ya desistí de preguntárselo a los demás. Nunca encontré a nadie que hubiera visto a esa multitud.
Me la pasé preguntándole a los vecinos, a mis amigos, a todo el que se me cruzó por el camino de la vida y nunca encontré a nadie que hubiera visto a la multitud aquella del domingo a la mañana. Mi mujer ni siquiera recordaba que yo la hubiese llamado por teléfono. Llamé a los diarios, a las emisoras de televisión: nadie conocía un suceso como aquél. La policía no intervino en nada parecido.
Claro está, no quería que me tomaran por loco y traté de no seguir llamando la atención. Pero llevé conmigo el secreto durante años y hoy me decidí a ponerlo por escrito. Tengo la esperanza de que alguien sepa de qué estoy hablando. Tal vez alguna persona pudo haber visto aquella manifestación. Después de todo, uno de los letreros decía: “La imaginación al poder”. Estoy seguro de que alguno de ustedes sabe perfectamente de qué estoy hablando.


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Extraído de "El Rastro de Los Levantinos" - Furia del Lago - Editorial Ananda

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