sábado, 23 de enero de 2010

Los hijos de Caín





Hace tiempo vi una película llamada «La Guerra del Fuego», dirigida por Jean Jacques Annaud, que describía la vida de personas que vivían en la prehistoria. Según su argumento, hubo una época en que los seres humanos almacenaban el fuego, porque su uso les resultaba fundamental para sobrevivir. Pero ellos no sabían producir el fuego (no tenían fósforos ni encendedores) y entonces simplemente se limitaban a cuidarlo, a mantenerlo encendido. La más grave desgracia que podía ocurrirle a un tribu era que ese fuego se apagara. Debían mantenerlo a resguardo de las lluvias y los vientos. Pero había un peligro mayor, según los guionistas de esta singular película: los seres humanos de otras tribus. Si los de la Tribu Equis se quedaban sin fuego, no tardarían en atacar a los miembros de la Tribu Zeta y matarlos para robarles el fuego.
A primera vista, el espectador que tenga un poco de uso de razón, se preguntará: ¿para qué pelean por el fuego, si pueden compartirlo? Con sólo encender una rama con otra, listo, ya tenemos dos ramas encendidas.
Este interrogante no hace más que resaltar un elemento de la película que podría formularse de este modo: «quizá, en aquella época los seres humanos eran tan idiotas que ni se les ocurrió la idea». Pero, a poco que uno reflexione, comprenderá que en realidad la historia que se cuenta es de un simbolismo aterrador, porque sigue siendo actual. Los seres humanos seguimos sin compartir nuestro poder. Por alguna falla en nuestra manera de entender la inteligencia, preferimos matarnos unos a otros, antes que compartir. En aquella época, nos matábamos con piedras y palos. Ahora, tenemos armas de gran tecnología, incluidas las bacteriológicas, que pueden envenenar poblaciones enteras, y ni hablemos de las nucleares, que pueden quemar vivo a todo un país. Incluso, concretamos una verdadera revolución en el campo de la inteligencia artificial. Como se ve, hemos hecho grandes avances : el progreso es nuestra divisa.
Pero pongámonos a pensar un poco: ¿por qué pudimos avanzar en el terreno de la tecnología, y en el ámbito de la inteligencia seguimos como los habitantes de la prehistoria?
Esa es la pregunta que nos plantea cada guerra nueva. Porque siempre hay una guerra nueva, alguna contienda que nos permita descargar nuestro odio al prójimo, algún campo de batalla donde poner a prueba nuestros recursos creativos.
Sigue habiendo, siempre, una guerra nueva. No se sabe quién comenzó, si el que tenía fuego almacenado o el que se había quedado sin él. Alguien dijo, alguna vez, que nuestra contienda es tan antigua que, por lo menos, tenemos una certeza: Abel no tuvo hijos. Solamente quedamos los hijos de Caín.
Esto es algo que sólo las personas inteligentes podrían refutar. O aquéllas que, sin serlo, tienen ganas de aprender a usar uno de nuestros recursos más ignorados: la inteligencia natural.

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Extraído de "Cultura contra Natura" de Furia del Lago - Editorial Ananda

Foto: Rae Dawn Chong en "La guerra del fuego"

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